Cada persona vive el mindfulness de una manera única.
Para algunas, el silencio y la quietud son refugio; para otras, pueden ser fuente de ansiedad o desconexión.
Y es que no todas las mentes funcionan igual, ni todas las prácticas sirven por igual.
La neurodivergencia —autismo, TDAH, dislexia, alta sensibilidad, entre otros perfiles— nos recuerda que la atención plena no puede tener un molde único.
El verdadero mindfulness no exige adaptarse a una forma concreta de meditar: se adapta él mismo a quien lo practica.
En esta mirada, el éxito no es permanecer quieto ni alcanzar calma, sino encontrar la forma de estar presente con amabilidad, curiosidad y respeto hacia uno mismo.
Esto implica permitir:
- Distintas posturas (sentado, caminando, en movimiento);
- Diferentes puntos de atención (respiración, tacto, sonido, color);
- Y sobre todo, un lenguaje claro y estructurado, que ofrezca seguridad a quien practica.
El mindfulness inclusivo es, ante todo, una actitud: escuchar sin imponer, acompañar sin forzar.
Cuando entendemos que cada cerebro percibe, siente y procesa el mundo a su manera, el mindfulness deja de ser una técnica universal y se convierte en una forma de respeto profundo hacia la experiencia humana.
Mindfulness real, humano e inclusivo.
